The Sea Around Us

El mar que nos rodea

Hay algo poderoso en el mar que va más allá de su inmensidad, más allá del eco de las olas o del viento salado. Es una llamada, un profundo anhelo que nos conecta con algo misterioso, místico: un pasado lejano cuando el océano no era solo un horizonte, sino un hogar. Quizás por eso, incluso desde la orilla, sentimos que nos pertenece, o tal vez que le pertenecemos.

Rachel Carson lo explica con brutal claridad: la humanidad, tan empeñada en conquistar el mundo, permanece ajena al mar. Lo exploramos, lo medimos, lo estudiamos, pero nunca lo poseemos. En el agua, somos plenamente conscientes de lo pequeños que somos. Vulnerables. Y, sin embargo, de alguna manera, completos. Porque el mar no es solo un paisaje: es un refugio, un espejo y un desafío. Un recordatorio constante de que somos historia y futuro, orilla y profundidad. Eternidad. Sin necesidad de ser comprendido. Simplemente es, se siente cerca del mar.

Mis joyas nacen de esa conexión. No buscan imitar el océano, sino evocar lo que este despierta: la conexión, el deseo de explorar, de volver a lo que importa, de escuchar el susurro de una marea que habla de valentía y calma. Son fragmentos de esa llamada oceánica, de ese vínculo primordial que nos impulsa a ir más allá y, al mismo tiempo, a permanecer.

El mar no solo nos rodea. Vive dentro de nosotros.

Aquí tienen un texto de Rachel Carson , de su libro "El mar que nos rodea" . Escribe con notable claridad y precisión. Disfrútenlo.

Y el hombre también ha anhelado el mar con un anhelo inexplicable, como si recordara en su sangre el tiempo en que fue su hogar. De pie en sus orillas, contempla el océano con una mezcla de admiración y curiosidad, e inconscientemente, quizás, con una sensación de reconocimiento. Físicamente, es incapaz de volver a entrar en el reino oceánico como lo han hecho las focas y las ballenas, pero a lo largo de las largas generaciones de su historia terrenal, se ha esforzado con todo el ingenio de su mente y espíritu para explorar e investigar incluso sus rincones más remotos, para penetrarlos con su comprensión.

Construyó barcos para aventurarse por su superficie. Más tarde, halló la manera de descender a las profundidades, llevando consigo el aire que necesitaba para respirar como mamífero terrestre, desarraigado hacía tiempo de sus antiguos orígenes acuáticos. Fascinado por las profundidades del océano, en las que no podía penetrar, ideó maneras de medir sus profundidades, lanzó redes para capturar a sus extraños habitantes e inventó ojos y oídos mecánicos para traer ante sus sentidos un mundo perdido que, en lo más profundo de su subconsciente, jamás había olvidado del todo.

Y, sin embargo, ha regresado a su cuna oceánica solo en sus propios términos. No puede controlar ni cambiar el mar como lo hizo con la tierra durante su breve posesión, conquistando y explotando sus continentes. En el mundo artificial de sus ciudades, a menudo olvida la verdadera naturaleza del planeta y las vastas perspectivas de su historia, en las que la existencia del hombre es solo un breve instante.

La sensación de todo esto se hace más clara durante un largo viaje oceánico, cuando día tras día ve el horizonte recortado contra el cielo, ondulado y surcado por el incesante e incesante movimiento de las olas; cuando de noche percibe la rotación de la Tierra mientras las estrellas giran en lo alto; o cuando, solo en un mundo de agua y cielo, siente la soledad de la Tierra en el espacio. Y entonces, más que nunca en tierra firme, comprende la verdad de que su mundo es un mundo acuático: un planeta oceánico dominado por el inmenso mar que lo envuelve, en el que los continentes son solo porciones transitorias de la corteza terrestre.

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