No me interesa la perfección. No me gusta y no la busco. Tiene algo frío e inhumano, y además, creo que ofrece un viaje muy corto. Ni siquiera creo que tenga la chispa suficiente para llamarse «disfrute».
Lo que me conmueve es la emoción. Lo que no se puede definir con palabras. Para mí, esa es la grandeza de una creación: habla su propio idioma, sin necesidad de traducción. No se agota en explicaciones ni conceptos.
Como dijo Clarice Lispector: «No voy a ser lógica ni coherente. Seré veraz».
No planeo ni fuerzo las piezas. Capto señales que llaman mi atención. Sigo el rastro. Me divierto con el juego. Me dejo llevar. Intento ponerle la dosis justa de cabeza y alma. Me gusta que me hablen, que me digan cosas, que me hagan soñar.
No quiero que nazcan exhaustos, cerrados ni obligados a ser solo una cosa. Quiero que tengan alma, que respiren, que sean libres.
Me importa que una pieza esté abierta. Que abra puertas, despierte algo en su interior, y desde ahí, cada persona emprende su propio viaje. Como barcos que parten del mismo puerto pero nunca navegan por el mismo mar.
John Berger dijo: “La relación entre lo que vemos y lo que sabemos nunca está completamente resuelta”.
Eso es lo que me interesa: crear objetos que no tengan solución, que no se cierren, que te toquen sin explicar por qué.
Piezas imperfectas. Honestamente vivas. Con un lenguaje propio que no tiene traducción, entendido con el cuerpo. Es conocido.
No se trata de la perfección ni de lo obvio; se trata de lo que vibra, de lo que resuena.
Cada pieza tiene su propio ritmo, su propio viaje. Y si tienes la suerte de conectar con ella, serás parte de ese viaje, aunque nunca podrás predecir adónde te llevará.
Continuará...